Camals Mullats

Sevilla. Un veintitantos de diciembre de 2010, según la falsa cronología. Enfrente, sobre la mesa, tengo tu vaso vacío. Cerca del borde se dibuja la silueta de tus labios en tonos lilas. En mi vaso aún quedan unos dos dedos de vino tinto, con pequeños trozos de corcho dentro. Hace unos 15 minutos que te has ido. Yo escribo sobre los implícitos en general, sobre los sobreentendidos en particular, los de conocimiento en concreto. El lenguaje, sugerente como unos pies curvados hacia adentro mientras andan. Cuando termino, tanto de escribir como de beberme el vaso de vino, apago las luces y la música, y bajo las escaleras dentro de un chubasquero azul y un paraguas que parece una sombrilla de la playa. Antes de llegar al bar ya estoy mojado como para darme la vuelta y volverme a casa. Piso charcos porque los llevo dentro de las botas.  Seguramente tendré los dedos de los pies arrugados como una pasa o como una abuela. Mientras abro la puerta, a modo de entrada grandiosa, me rajo el chubasquero desde la garganta hasta el ombligo. Todo por pensar que estaba soltando velcros. Cualquier día puede que me pase con la piel, pensando que me estoy desabrochando botones amarillos. Pero ahora estoy cerrando el paraguas, con la piel mojada debajo de la ropa y una cerveza ya sobre la barra. Tú bebes mojito, como Mariano, como Olivio, como Mikel, y como otros distinguidos personajes de los martes sevillanos. Tu huida, primero es a pie. Luego, al volver a rescatarme, decidimos hacernos pequeños en la distancia subidos en una bicicleta. Yo, a pesar de mi falta de eje, me encargo de pedalear y de dirigir el manillar. Me siento en la punta del sillín (Gran ocurrencia la del que decidió llamar “sillín” al sillín). Tú te sientas en el resto, con los pies balanceándose a ambos lados de la bicicleta. En la cesta de delante va mi paraguas cruzado. De derecha a izquierda. Pedaleo por las calles empedradas y vueltas sobre sí mismas, aunque sé que la ciudad que me acogió como a un hijo es otra cosa: sois vosotros. Pedaleo por las calles, y parece que nos movamos por arriba de un güiro. El traqueteo nos acompaña hasta la calle donde el camión de la basura nos hace parar. Yo decido llegar andando hasta el nuevo destino, y tú sigues sola en la bicicleta bajo el coro que te grita desde las aceras: “Valiente, valiente”. Los peces de colores nos esperan dando vueltas en sus peceras, colgados junto a las lámparas del bar. Tú bebes ginebra con tónica, encontrada o regalada. Yo te acompaño. Está rapeando un reconocido MC del panorama nacional. Dicho así queda hasta interesante, pero a ti te pasa con el rap lo mismo que a mí con las avellanas. Bailas, pero con guasa. Yo le pido, a mi modo descatalogado, una calada de cigarro aromático a un tío grande que calla a mi lado. “¿Ese es el nuevo Pueblo?” Sonríe y me invita a fumar. El lenguaje, sugerente como un Si con 7ª. El milagro de la comunicación. Una vez en la puerta del bar entro a darle las gracias a quien me ha invitado a fumar. Al hacerlo vuelve a invitarme, pero yo solo he ido a decirle “gracias” a modo de despedida. La vuelta a casa es también en bicicleta. Sin equilibrio, con un chubasquero rajado, con el paraguas cruzado en la cesta, con una lluvia fina acumulándose en mis pestañas, contigo apretándote a mi espalda por frío o por miedo. Eso también es danza, o eso creo. Intento hacer caso a tus consejos, los que me dicen cerca del oído: “Ve por el centro, sigue la línea discontinua”. Yo contesto un poco más fuerte, sin llegar a gritar porque creo que no sé gritar: “Ya lo sé, pero no puedo”. Al lado derecho del carril verde donde se dibuja una silueta de un ser en bicicleta, nunca dos, se acumula el agua. Nosotros, por culpa mía, nos acercamos demasiado al charco. El paraguas cruzado en la cesta, esta vez de izquierda a derecha, empieza a rozar con la pared hasta que perdemos el equilibrio. Caemos de una forma casi poética. El suelo mojado hace que nos deslicemos muy suavemente, como si estuviéramos dando una caricia. Nos reímos hasta casi no poder levantarnos. Yo no siento algunos dedos de mi mano izquierda. No los siento con el tacto, porque verlos los veo. Andamos unos metros con la bicicleta entre las manos. Desde el otro lado del muro alguien nos pregunta si estamos bien. Nosotros solo podemos reírnos. Al poco decidimos volver a subir a la bicicleta porque ella sabe mejor que nosotros cómo volver a casa. Llevamos mojadas prácticamente todas las prendas que se pegan a nuestro cuerpo. También llevamos el paraguas, ahora partido. Cuando ya tenemos la puerta abierta y estamos a punto de entrar, una mujer se dirige a nosotros desde la otra acera. Nos pregunta por los autobuses que van al Polígono Norte. Nos explica que no sabe en qué zona de Sevilla está exactamente, que ha bajado a denunciar a su marido pero que no ha encontrado la comisaria donde tenía que ir, nos cuenta que ha estado en un botellón haciendo palmas y bailando flamenco, nos dice que su hermana está en su casa con su hijo esperándola, que se está liberando… Tú hablas con ella, yo no sé qué decir. Ella empieza a contar que está enamorada de un gitano del barrio. Dice que es el más chulo, y que a ella le dicho que le quiere con miradas. Nos pregunta si creemos en esas cosas. Yo, en una intervención digna del mejor comunicador digo: “No sé, es complicado”. Y ella sigue hablando durante otros 20 minutos sobre el tema. Son alrededor de las 5:30 de la mañana. Tu avión sale en unas horas, y yo tengo que entregar mi trabajo sobre los implícitos. Cuando la mujer se va, te pregunto mientras subimos las escaleras: “¿Qué crees que quería exactamente?”. Tú me dices que crees que solo necesitaba hablar con alguien. Yo creo que necesito más la comunicación que la comida. La comunicación en cualquiera de sus formas. Sin embargo, al subir encendemos la sandwichera, y decidimos que tenemos que darnos un abrazo antes de irnos con nuestras caras de sueño a nuestras respectivas citas: la tuya con las alturas y la mía con el lenguaje.

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