Despedirse al llegar

Me duelen las piernas de tenerlas encogidas como un niño en el vientre de su madre. La razón es una noche durmiendo en una colchoneta con una manta que no alcanza a taparme desde las uñas de los pies hasta los pelos de la barba; y que veo más comodidad en el calor que en la extensión. También veo más delicado y menos empalagoso decir “gracias” que decir “adiós”. Decir “hasta mañana” aunque te vayas lejos o, mejor, decir “nos vemos el miércoles”. Conozco  gente que despidiéndose puede estar más tiempo que haciendo cualquier otra cosa. Hay quien se pasa toda la vida muriéndose. También conozco todo lo contrario. Aun a riesgo de parecer presuntuoso y enmímismado, me gusta despedirme. Sólo por el placer de dar las gracias y para que me den con la puerta en las narices. También por la parte de olvido que rodea a las despedidas, y porque siempre me viene a la cabeza un: “Prefiero que me olvides a que me confundas con otro” –Te decía cuando jugando me cambiabas el nombre. Disfruto las despedidas casi tanto como el que asegura que las odia. Me gustan las distancias que prologa, porque la distancia es tan importante como los espacios entre las palabras; incluso más. Y porque nada queda lejos si los espacios y los tiempos no son insalvables. Sin embargo, no me gustan las despedidas mientras escribo. Me gusta más sacar las cosas de contexto; y cambiar de tema, como mucho, con un punto y seguido. Así que después de decir “gracias”, diré que soy consciente de que vivo en una isla aunque a veces no veo el mar. Que más vale tarde que mal acompañado. Y que quisiera que, susurrando, me pidieras que me calle.

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